Impronta parlamentaria de la Unión Patriótica

Por proposición que presentamos en conjunto con el representante a la Cámara Alirio Uribe, y que fue aprobada unánimemente en el Senado de la República, rendimos hoy homenaje a los protagonistas de uno de los episodios trágicos que conforman el genocidio que intentó, sin éxito, exteminar a la Unión Patriótica y que, sin embargo, destruyó una parte significativa de su núcleo dirigente, de sus bases sociales, y de su representación política.

En el Congreso de la República numerosos senadores, senadoras y representantes a la Cámara hemos sido víctimas directas del conflicto armado y de sus cruentas prácticas. En el caso de la Unión Patriótica se logró hacer desaparecer su representación parlamentaria y desterrar a punta de violencia a sus más destacados congresistas del proceso legislativo.

Diez de ellos, elegidos entre 1986 y 1994, fueron víctimas del genocidio político. Ocho cayeron asesinados en la intimidad de sus hogares o en lugares públicos: Leonardo Posada Pedraza, Pedro Nel Jiménez, Pedro Luis Valencia Giraldo, Octavio Vargas Cuéllar, Bernardo Jaramillo Ossa, Henry Millán González, Manuel Cepeda Vargas, Octavio Sarmiento Bohórquez. Uno fue víctima de desaparición forzada en Medellín, el representante a la Cámara Jairo Bedoya Hoyos, y otro más vive en el exilio, el senador Hernán Motta Motta. Con este acto queremos honrar a esa bancada que fue sistemáticamente eliminada.

Esa eliminación no fue el resultado de una reacción violenta contra la supuesta complicidad delictiva de los congresistas perseguidos y asesinados, como con alevosía y desvergüenza lo han sostenido por décadas -e incluso en este mismo recinto- representantes de la extrema derecha quienes se han empeñado, inútilmente, en justificar este genocidio. Como ha sido probado judicialmente en varios casos, lo que en verdad ocurrió es que agentes estatales y paramilitares amenazaron, asesinaron y desaparecieron a los congresistas de la oposición. Este caso no es el de una respuesta inevitable contra cómplices civiles de la insurgencia armada. Es la expresión paradigmática de los extremos a los que llegó en Colombia la práctica cobarde de matar a quienes ejercían la oposición; contra quienes no pudieron ser vencidos en las urnas. No era la combinación de las armas con las urnas –como asevera un superficial comentarista extranjero de la realidad colombiana-, era el uso de las armas oficiales para contrarrestar la victoria legítima en las urnas de los opositores.

Porque eso era esta representación en el Congreso de la República: una eficaz y consecuente fuerza de oposición. Como lo sostuvo hace veinte años el analista político Alejo Vargas: la Unión Patriótica era, en ese entonces, “lo más cercano a un ejercicio real de oposición política”.

Así lo demuestra un somero examen de su labor legislativa y de su riguroso control político. Los congresistas que hoy homenajeamos dedicaron en las dos cámaras atención a los grandes temas nacionales: exigieron a finales de la década de 1980 la convocartoria de la Asamblea Nacional Constituyente, defendieron los proceso de paz, promovieron la adopción de los convenios internacionales del Derecho Internacional Humanitario, abogaron por el respeto irrestricto de la soberanía nacional y de la riqueza natural del país, defendieron los derechos de los colombianos a la salud, la educación y el empleo; visibilizaron la situación de las comunidades más pobres y excluidas; plantearon la democratización de la política y de la comunicación, denunciaron las masacres paramilitares y propusieron soluciones viables al problema del narcotráfico.

Quiero detenerme en forma breve en solo tres de las cuestiones que fueron motivaciones esenciales de esa labor parlamentaria y que hablan de la escasa capacidad que ha tenido el Estado colombiano de producir las reformas estruturales que requiere el país, pues son precisamente los grandes temas sobre los que buscamos legislar como parte de la implementación normativa del acuerdo de paz entre el Gobierno Nacional y las Farc-Ep: la necesidad de la reforma agraria integral, de la reforma democrática de la política y, en últimas, de la construcción de la paz estable y duradera.

En 1986, la UP presentó ante el Congreso el proyecto de ley 024 que intentaba modificar las leyes existentes sobre reforma agraria. El proyecto era resultado del consenso previo con los sectores más representativos de los pequeños y medianos cultivadores, trabajadores y sindicatos agrarios. En esta iniciativa se reflejaba muy bien el preocupante decaimiento progresivo al que había llegado la producción agrícola durante la década de 1980. El proyecto proponía que se descentralizara la elaboración de planes y estrategias relacionados con el sector agrario, para que se atendiese a las regiones rurales del país. Asimismo, que se crearan criterios de afectación sobre las tierras explotadas inadecuadamente, sobre las tierras útiles para la agricultura o la ganadería de propietarios con más de mil héctáreas, y sobre las que habían sido “arrebatadas a campesinos o colonos mediante violencia o coacción”. El proyecto también contemplaba adjudicar directamente “tierras a mujeres madres, casadas o solteras, desde los 16 años”.

Como puede verse son practicamente los mismos debates y contenidos sobre los que hoy debemos legislar mediante el procedimiento especial para la paz.

Algo similar a lo que ha acontecido con la frustrada reforma política. En sus constantes debates de control político, los congresistas de la UP mostraron la falta de democracia que se expresaba, en primer lugar, en la matanza de la que estaba siendo objeto su propio movimiento político. Denunciaron uno a uno los hostigamientos, los asesinatos, las desapariciones, los desplazamientos forzados de los que venía siendo blanco su colectividad. En casos como los de los senadores Pedro Nel Jiménez, Bernardo Jaramillo y Manuel Cepeda, y en el del representante Pedro Luis Valencia, ellos mismos advirtieron la inminencia de los atentados que les costarían la vida. Todavía recordamos, por ejemplo, las reacciones que tuvieron los colegas de Bernardo Jaramillo Ossa desde el Congreso cuando, pocos días antes de su asesinato, el ministro Gobierno de ese entonces, Carlos Lemos Simmonds, le puso la lápida al cuello al acusarlo de hacer parte del “brazo político de las Farc”.

La bancada parlamentaria de la UP nunca dejó de señalar que ante los rasgos excluyentes, hegemónicos e intolerantes del régimen político se imponía una recomposición democrática del Estado de derecho. Reclamaban una nueva carta política (que en efecto fue adoptada en 1991), también una auténtica reforma y un estatuto que garantizara el derecho a la oposición política y social como lo consagraba la nueva Constitución. A nombre de la bancada, a comienzos de la década de 1990, Manuel Cepeda presentó el primer proyecto de ley destinado a crear dicho estatuto. Como se sabe, tuvo que pasar un cuarto de siglo para que en cumplimiento del acuerdo final de paz de noviembre de 2016, este congreso adoptara esa norma que tanto habían pedido los congresistas que serían asesinados, precisamente por la ausencia de garantías plenas para su trabajo como opositores. Esa experiencia debe ser recoradada hoy, cuando de nuevo se debate la reforma política para evitar el grave error de atentar contra la existencia de las minorías parlamentarias, por vía de una normatividad antidemocrática.

Pero, por encima de todo, y en medio de las peores adversidades, los senadores y representantes de la UP fueron los más destacados defensores del diálogo político para finalizar la guerra y llegar a la reconciliación nacional. Su compromiso con la paz fue de tal naturaleza que a pesar de los miles de crímenes perpetrados contra su movimiento, insistieron sin claudicación alguna, y hasta el día de su muerte, en esa causa esencialmente democrática y humanista. A este propósito quiero recordar las palabras del candidato presidencial de la UP, Jaime Pardo Leal, cuando fue notificado de la amenaza que recibió pocos días antes de su asesinato en octubre de 1987: “Hemos decidido defender la vida, defender la paz y defender la democracia, esta es una irrenunciable misión”.

Tres décadas después de pronunciadas esas palabras, estamos conquistando ese sueño y tenemos la esperanza de que el acuerdo final de paz que estamos implementando en el Congreso encarne el cierre definitivo de ese ciclo horroroso de violencia. Para eso es condición indispensable evitar que sigan siendo asesinados líderes y liderezas sociales en los territorios y también quienes han dejado las armas.

Colegas del Senado, señoras y señores:

La placa que descubrimos hoy 9 de agosto de 2017 –fecha en la que se conmemoran 23 años del asesinato del senador Manuel Cepeda Vargas- es un reconocimiento a los parlamentarios de la Unión Patriótica, que dejaron una histórica huella democrática por su digna gestión, por su compromiso consecuente con la paz, por su impoluto desempeño como servidores públicos contrario a toda forma de corrupción y por su defensa de la equidad social y de los derechos de la gente. Por esa coherencia política y ética pagaron con sus vidas, pero también por ella vivirán por siempre en la memoria de nuestra sociedad.

Muchas gracias.